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Me gusta el mal gusto

ADN. 26 de agosto de 2011 .
Por Alicia Borinsky 

Personajes / ¿Príncipe o mendigo?

Waters y el mal gusto

En su libro Role Models, el director de cine que escandalizó con su humor corrosivo a la conservadora ciudad de Baltimore muestra la otra cara del triunfalismo estadounidense.

«Dicen que mi cine es para minorías pero mi público es minoritario dentro de las minorías a las cuales pertenece», se jacta John Waters, el director de cine norteamericano que convirtió a la ciudad de Baltimore, Maryland, en la patria de un mal gusto orgulloso de sí mismo. ¿Ironía, parodia, ingenuidad? ¿Cómo ver su cine? ¿En qué se apoya la complicidad con que nos reímos durante las funciones? Con frecuencia le preguntan cuánto le divierte su trabajo y la respuesta siempre es que lo verdaderamente fascinante es vivir en Baltimore. Es allí donde encuentra el guiño peculiar de su perspectiva, la permanente sonrisa con que contempla a sus personajes. Los cines Senator y Charles en Baltimore siguen siendo los predilectos para estrenar sus obras y siempre se ha referido al breve período en que estudió afuera, aun cuando estaba cerca, en Nueva York, como una suerte de destierro. En este momento, cuando su existencia transcurre también en otros sitios como Provincetown, una de las mecas del turismo gay en el este de Estados Unidos, Baltimore es el lugar por el cual se siente más representado.

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Miss shit pie o un amargo cuento infantil

Sobre Pink Flamingos de John Waters, y por qué al director no le queda grande el título de Auteur

Más allá de la pornografía, el film americano más  parecido a un perro andaluz de Buñuel. (New York Magazine)

Pink Flamingos es uno de los films de clase B que mejor representa el género Trash (mal gusto) o camp (gay-vulgar). El film es bizarro, inmundo, como su protagonista Babs. Babs es un freak transexual de unos 200 kilos, cabello platinado, vestido de lycra, maquillaje excesivo y aficionado al canibalismo. Babs se reconoce afecta al asesinato en masa y a la ingesta de materia fecal y declara: “me produce orgasmos el sabor y el olor de la sangre”.

La primer escena del film nos muestra unos flamencos de plástico rosa en la entrada de una casa rodante, mientras una voz en off nos cuenta, como si fuera uno de esos cuentos de “había una vez”, que lo que estamos viendo es una casa de ensueño en medio del bosque, en la que vive Babs, la persona más inmunda del mundo. Se nos explica también que la protagonista, Divine, ha debido cambiar su nombre a Babs para ocultar su verdadera identidad. Un Travelling nos lleva al interior de la casa e inmediatamente quedamos atrapados en esta casa/universo, en el que conviven un transexual obeso y su madre, débil mental, adicta a los huevos, y que duerme en un corralito para bebés. También viven en la casa rodante Crackers, el hijo imposible de Babs, y su novia. Crackers es un hippie descerebrado que para estimular sexualmente a su novia y satisfacerla, se ve obligado a practicar la zoofilia.  

Pink Flamingos es un film incómodo, molesto, difícil de digerir, con una estética extraña, parecida a la de un documental o una filmación casera (podríamos decir también a una porno aficionada). Esto se debe en gran medida al recurso de la cámara en mano que, si bien responde principalmente a la falta de presupuesto, se convierte en este caso en un elemento constructivo, funcional a la película y su mundo. Otro elemento clave es la elección de la música, que recrea las típicas melodías de los felices años 50, contrastando incómodamente con el mundo asqueroso y nauseabundo que se nos presenta.  

A pesar de todo la línea argumental de Pink Flamingos no se aleja de lo tradicional y la estructura del relato tiene reminiscencias de un cuento infantil: superhéroe representante del bien que, rodeado de sus colaboradores intenta derrotar al mal, representado por pareja de villanos que intenta desprestigiar al héroe y robarle el título que con tanto esfuerzo ha logrado obtener. Pink flamingos es la antítesis del buen gusto y las buenas costumbres, del sueño americano, de la corrección política y los valores tradicionales, de la familia y el trabajo, de la dulzura empalagosa de los pasteles de Doris Day –miss apple pie. Waters dispara contra ese mundo feliz, ficticio y color rosa. Si bien el film es de 1972, cuando el modelo de cine y de mundo de los años 50 ya había sido jaqueado, el film logra reírse de todo aquello de una forma tan singular que resulta vanguardista.

La escena final funciona como perfecto cierre para este universo amargo. Vemos como un tierno caniche deposita su excremento en la vereda mientras Babs decide introducirlo en su boca. Esto es una burla desvergonzada del Happy ending, donde Waters parece decirnos que el sueño americano y los valores tradicionales no son más que pura mierda.

Podemos decir que a John Waters no le queda grande el título de auteur. Esto se debe no sólo a la omnipresencia de su actor/actriz fetiche Divine, sino a que el director construye un universo propio, cerrado, circular y autorreferencial. El mundo de John Waters es bizarro, kitsch y extravagante, y sólo puede ser producto de su cámara-lapicera, como les gustaba decir a los Cahiers du Cinéma. Si bien Waters, o el príncipe del vómito es considerado hoy un director de culto y un provocador irreverente, él nos confiesa que todos en el elenco, incluido él, se tomaron la filmación muy en serio, sobre todo Divine, para quien convertirse en una diva, una estrella de Hollywood, era su único anhelo. Podemos creerle o pensar que es un personaje más de sus películas, pero, sin intención de herir la pequeña autoestima de la gigante Divine, la estrella de las películas de Waters no es ella sino su cámara-lapicera.